De entre las
experiencias dolorosas que nos toca vivenciar en el ciclo de nuestra
existencia, una de las más dolorosas es sin duda la pérdida de nuestra propia
madre. Hay muchos temas internos que se activan en el momento en que se produce
la irreparable pérdida de la madre.
No importa la edad
a la que nos toque vivir la experiencia, en cada una de ellas tendremos que
enfrentarnos a diferentes pero igual de profundas experiencias en lo más íntimo
y profundo de nosotros.
No importa la
relación que mantuviéramos con nuestra madre el momento de su muerte, fantasmas
diversos pero igual de potentes surgirán en nuestras entrañas.
Jamás desaparece
del todo el cordón umbilical que nos mantuvo unidos a ella.
Ese cordón que nos
nutrió haciendo posible nuestra llegada a este mundo, en un vientre que nos
acogió y nos protegió hasta que nuestro pequeño cuerpo estuvo preparado para enfrentarnos
al mundo.
Ella nos alumbró,
nos dió a luz, nos trajo a la vida…y continuo cuidándonos por mucho tiempo mas.
Y queda en nuestra
memoria más primaria ese recuerdo de nuestro primer hogar, impreso de tal
manera, que a pesar de los años, de los conflictos, de la cercanía o separación
física y emocional en la que nos encontraramos… la muerte de una madre se
siente como la imposibilidad del retorno al hogar…porque ella con todos sus
defectos, representa nuestro hogar.
Nunca estuvimos más
seguros que dentro de su vientre…. y en ese momento….sentimos que nunca más
volveremos a estarlo…
Otra de las cosas
que salen a la superficie es la pérdida del Amor Incondicional, es entonces,
más que nunca, cuando entendemos la incondicionalidad de su amor, cuando sentimos
que ya no podremos recurrir a él de forma física.
Quizá mientras
vivió tuvimos la sensación de no ser amados de forma incondicional.
Quizá conflictos,
opuestas maneras de ver la vida, nos hicieron gritar:
-¿ Cómo vas a
quererme si no me aceptas, si no me dejas SER?
Pero es en el
momento de su muerte cuando entiendes ese amor que es diferente a todos los
demás, que está por encima de la mente, del comportamiento, de las distancias.
Es en ese momento
en el que sabes que jamás podrás volver a refugiarte en un abrazo igual, porque
no existe, porque se acaba de desvanecer.
Y con él su olor,
el primer olor que nos proporcionó todo lo que en nuestros comienzos necesitamos…
Y con él su voz, la
primera voz que regocijó nuestros primeros momentos de separación, de miedo, de
vida..
Es el momento en el
que, por primera vez, sientes que de alguna forma tu cobijo primario se ha
hecho cenizas, y que estás sola, o solo, y la vida desde ese momento se
convierte en otra cosa.
Y todo el Amor y
todo el Dolor que eres capaz de sentir confluyen en tu interior ante lo inevitable.
Y aparece otro
proceso… El proceso de la culpa, de los conflictos no resueltos, de todo lo que
no hiciste, de todo lo que no dijiste…y, peor aún, de las cosas que no debiste
hacer, que no debiste decir…
Todas ellas pasan
ante ti como afilados puñales para clavarse en tu mente…
Y en algún momento
del duelo, del dolor que no sabe ser canalizado, surgen también los rencores,
las justificaciones a nuestros actos desafortunados, como una especie de
rebeldía interna.
Pasan también ante
nuestros ojos, los momentos en los que sentimos que no se comportó como
hubiéramos necesitado, palabras y actos que sin duda nos causaron un tremendo dolor
y, que si no fueron sanados antes de su muerte, quedan inconclusos…
Y nos podemos
encontrar llorando su pérdida, enfadándonos por dejarnos aquí, con todo ello
por resolver, solos, con nuestra culpa, con nuestro rencor, con nuestro dolor…
y sin sus brazos.
Tremendo momento…
Pero quizá sea la
falta de ese soporte primario el mayor motor para convertirnos en personas
adultas, algo así como el momento en que a un chiquillo le quitan las rueditas traseras
de la bicicleta y le informan de que va solo…
Y quizá sea la
falta de la figura mortal de la madre la que nos haga entender, de veras, la fuerza
del amor incondicional, la que nos haga, con el tiempo, aprender a sanar
cualquier herida, a comprender que el amor verdadero está más allá de cualquier
conflicto, que no tiene nada que ver con nuestros aciertos o errores ni con los
de los demás.
Y conforme el
tiempo va pasando, de manera casi mágica, vamos integrando sus cualidades en
nosotros mismos, la esencia de su amor empieza a brotar libre de maleza en nuestros
recuerdos y nuestros corazones, quizá la fuimos destruyendo con la sal de
nuestras lágrimas por la pérdida…
Lo cierto es que el
proceso te va conduciendo a una imagen más real de tu madre, de todo lo divino
y lo humano que manifestó durante su existencia…y que quizás por tantos
conflictos no lo pudimos vivir como era.
Su recuerdo,
apartado del dolor de la perdida de la madre, nos acompaña ya por siempre, y
nos damos cuenta de que volvemos a sentir su calor, que su abrazo permanece más
allá de la desaparición de la corporalidad que nos permitía refugiarnos…
Y que no estamos
solos…nunca lo estaremos.
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