Muchas
veces cuando nos agreden, ofenden, o insultan tenemos el instinto natural de responder, de arremeter hacia quien nos asalta
con críticas, ofensas, acusaciones falsas o juicios errados, ya que muchas
personas son muy dadas a juzgar gratuitamente y sin sustentos válidos.
Empezamos
un juego de agresiones mutuas, de tira y jala, y caemos en el
mismo juego que el agresor, sin darnos cuenta que en realidad esto nos
desgasta mucho, emocional, psicológica y
físicamente, terminamos mal con nosotros mismos. Lo peor es que cuando
realmente nos duele es porque viene de personas que queremos, y eso es
deprimente para uno.
Lo
importante es no entrar en ese círculo toxico,
¿puede ser mal entendido nuestro silencio? si, puede serlo, pero ¿nos importa
mucho la opinión de alguna persona que duda de lo que somos? Pienso que allí empieza
a formarse nuestra fortaleza y el aprender a que es mejor no reaccionar de una
forma negativa, sino simplemente callar, analizar, asimilar y saber que todo
pasará.
He leído
un escrito precioso, lo comparto con
Ustedes para que revisen la importancia de la no reacción, que en realidad lo que
tiene es valentía y poder:
Cerca
de Tokio vivía un gran samurái ya anciano, que se dedicaba a enseñar a los
jóvenes. A pesar de su edad, corría la leyenda de que todavía era capaz de
derrotar a cualquier adversario.
Cierta
tarde, un guerrero conocido por su total falta de escrúpulos, apareció por
allí. Era famoso por utilizar la técnica de la provocación. Esperaba a que su
adversario hiciera el primer movimiento y, dotado de una inteligencia
privilegiada para reparar en los errores cometidos, contraatacaba con velocidad
fulminante.
El
joven e impaciente guerrero jamás había perdido una lucha. Sabida la reputación
del anciano samurái, se fue hasta allí para derrotarlo y aumentar así su fama.
En el monasterio, todos los estudiantes se manifestaron en contra de la idea,
pero el viejo aceptó el desafío.
Juntos,
todos se dirigieron a la plaza de la ciudad y el joven comenzó a insultar al
anciano maestro. Arrojó algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara,
le gritó todos los insultos conocidos ofendiendo incluso a sus ancestros.
Durante
horas hizo todo por provocarlo, pero el viejo permaneció impasible.
Al
final de la tarde, sintiéndose ya exhausto y humillado, el impetuoso guerrero
se retiró.
Desilusionados
por el hecho de que el maestro hubiera aceptado tantos insultos y
provocaciones, los alumnos le preguntaron:
-
¿Cómo pudiste, maestro, soportar tanta indignidad?
¿Por
qué no usaste tu espada, aun sabiendo que podías perder la lucha, en vez de mostrarte cobarde delante de todos nosotros?
El
maestro les preguntó:
-Si
alguien llega hasta ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan, ¿a quién
pertenece el obsequio?-
A
quien intentó entregarlo -respondió uno de los alumnos.
Pues
lo mismo sucede con la envidia, la rabia y las ofensas -dijo el maestro.
Si
no las tomas, quedan en el agresor.